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Carácter, usos y costumbres de los indios, tributos que pagan al Soberano, método de cobranza, estado de este ramo y reflexiones sobre los repartimientos antiguos y modernos

Carácter, usos y costumbres de los indios, tributos que pagan al Soberano, método de cobranza, estado de este ramo y reflexiones sobre los repartimientos antiguos y modernos Es el indio un problema que nadie puede resolver porque nadie lo acierta a definir. Tan obscuro en su origen como en sus facultades físicas y morales, ha casi trescientos años que vivimos con ellos sin poder dar razón o idea cabal de su constitución, porque embarazan el discurso para acertar con la propiedad de su definición. El indio es frugal cuando come de su hacienda, pero no tiene término su apetito cuando es a costa del español: el indio es cobarde, pero muy cruel cuando se ve superior; y parece religioso a fuerza de superstición; y parece de entendimiento porque abunda en malicia. Digamos que el indio es de endeble constitución física que no puede tolerar grandes trabajos; y por eso se ve que, aún en Lima, donde están más adelantados y racionales, jamás se aplican a oficios de mucho esfuerzo, sino a zapateros, sastres, botoneros, barberos, y otros sedentarios que no piden gran fatiga. Digamos más: que a esta endeble constitución física corresponde una alma mezquina y de pocas facultades, que no pudiendo comprender ni las cosas que exigen muchas combinaciones, ni las verdades muy elevadas y sublimes, se contenta, en cuanto al entendimiento, con la malicia; en cuanto a la religión con la superstición, así como, en lo material, se satisface con los oficios que requieren poca fatiga. De modo que en fuerza de este análisis puede considerarse al indio como un ser de naturaleza y alma débil, y si bien por falta de robustez no se aplica a grandes trabajos, no cabiendo en su alma, por la cortedad del vaso, la ambición ni el entusiasmo, no se afana por ser, no se afana por saber, ni tampoco por tener. Ésta parece que es la naturaleza del indio, pero puede haber coadyuvado su constitución y la forma de gobierno. Me explicaré. Los Incas, como señores de sociedad naciente, conocían pocos derechos de propiedad en el vasallo, y así no consta por la historia que tuviesen éstos grandes fortunas, ni podía ser en una constitución de gobierno donde se ignoraba el valor del signo, o de la riqueza de convención; por eso, aún en aquella época, trabajaban los indios casi en común sin distinguir, como se ha dicho, los derechos de propiedad. Después de la conquista, aunque varió la cosa de semblante, sin embargo la superioridad natural del español sobre el indio y las circunstancias de los tiempos obligaron el establecimiento del servicio personal. El abuso de éste fundó las encomiendas, y el abuso de las encomiendas abrió el camino para la división del Reino en provincias, la erección de los corregimientos, y el entable de los repartimientos; y últimamente el manejo de aquellos dio origen a la abolición de éstos y al establecimiento de Intendencias, desde cuyo tiempo no ha podido todavía él indio reconocerse ni persuadirse de que el fruto de sus trabajos sucesivos será para él, y que disfrutará de cuanto adquiera, sin que participe de ello otro alguno ni sirva a formar la fortuna del español. Es también del caso considerar que el indio no tiene un dominio absoluto sobre las tierras que trabaja, siendo las más del Rey, que se las da en recompensa del tributo que satisface, y en esto se mezcla la buena o malversación de los caciques, sus odios y predilecciones. De todo lo cual se deduce la consecuencia apuntada de que el indio, así como por la cortedad de sus fuerzas no se afana por trabajar, así tampoco por la cortedad de su espíritu no se afana por ser, por saber, ni por tener. No se afana por ser, porque además de que su alma no lo lleva a cosas grandes, conoce que no puede pasar de cacique, de curaca o de mandón; y tan contento está con su bastoncillo de puño de plata gobernando a una docena de indios, como un general a la cabeza de una armada, o un político al frente de un Consejo. No se afana por saber, porque su alma no alcanza a mayor esfera, y conoce que aunque supiese no le serviría para su adelantamiento. No se afana por tener, porque siendo frugal por naturaleza, aun no ha llegado a persuadirse que lo que adelanta no serviría a labrar la fortuna del español. Estos principios que constituyen, en nuestro entender, el carácter general de los indios, se harán más evidentes con las ideas que vamos a dar sobre sus usos y costumbres. Entre la multitud de indios que se cuentan en el extenso Reino del Perú, es otra tanta la de las lenguas que hablan, siendo raro el partido en que no se encuentra alguna variedad. La principal y más general es la llamada quechua, y de ésta, mezclada con otras varias, se derivan la aimará, urus, pampas, Chinchesuyo y otras. Háblase la quechua con más generalidad en el Cuzco; la aimará en La Paz y su obispado, siendo dificultosísimas de aprehender por lo forzado de sus guturaciones; la urus entre los habitantes de la isla de Chucaito; la pampa entre los indios de Buenos Aires y chilenos; y en el obispado de Huamanga, y en Lima la de chinchesuyo; pero es fácil de aprender y hablan las demás sabiendo la quechua y aimará, por la íntima conexión que tienen todas con estas dos. A las facciones particulares que constituyen la raza de los indios, reúnen los habitantes de la Sierra una mediana estatura, asemejándose mucho a los de las costas o valles, aunque éstos la tienen mayor. También se diferencian en el color, siendo algo más claro el de los últimos, y son de naturaleza enfermiza por su temperamento cálido. Traen los primeros el cabello largo y tendido sin cogerlo, y los de los valles, imitando a los españoles, suelen cortárselo; los más tiene mucho pelo, y aunque grueso no deja de ser largo. Componen su traje común de lienzos de algodón y bayeta, groseramente tejidos, que el mismo indio o su mujer fabrica en sus informes telares. En cuanto a su forma ha variado mucho de la de los tiempos primitivos, y apenas se encontrará un indio o india que use el traje de sus abuelos, principalmente las mujeres que procuran remedar a las españolas en sus vestuarios. Los que habitan la Sierra suelen vestir más tosco, por buscar el abrigo; pero unos y otros andan descalzos, sin medias, y con unas alpargatas o llanques de pellejo de toro, a manera de sandalias, que despiden un olor muy malo cuando se humedecen. Los únicos efectos europeos que se advierten en algunos, son la bayeta de Inglaterra para faldellín en las mujeres, y chaleco en los hombres, sombrero de castor, camisa de royal, tal cual cinta, y muy rara media de seda; y esto sólo en funciones y grandes festividades de tal cofradía en que es mayordomo, hermano o alférez, sirviéndose, todo lo demás del año, de ropa de la tierra. Exceptúanse de esta regla los indios moradores de Lima, que visten a la española y según sus facultades. Sus casas se reducen a unas desaliñadas chozas, y las camas a un pellejo de carnero, y encima una mala frazada o manta, pudiendo asegurarse que no hay en todo el Perú cincuenta indios que usen colchón. Los más no gastan cama, y se echan a dormir sin desnudarse jamás, llegando su desaseo y miseria al punto de no mudarse la ropa hasta que se les cae a pedazos. Es una observación singular que se ha ofrecido repetidas veces sin que podamos dar razón de su origen, que cuando por cualquier accidente o casualidad duermen los casados en la habitación de un español, se mantienen sentados toda la noche en cuclillas (posición que acostumbran mucho) mirándose a la cara uno a otro, pero sin acostarse juntos, callados o hablando. Aquí es de notar que las más de sus conversaciones no tienen otro objeto que las repetidas noticias de sus antepasados, sus agüeros y supersticiones, y sus frecuentes discursos contra los españoles. Se encuentran, con todo, indios de muy bella índole; pero la experiencia muestra que son pocos, y menos sin duda que entre las mujeres. Los indios se enamoran de un modo particular, regularmente por señas y a alguna distancia; mueven los dedos, y principalmente el pulgar del pie; y a este movimiento del amante corresponde la india con otro de aprobación o desdén, pero siempre con los dedos de los pies, y sus rostros modestos, de manera que ni los padres ni otros superiores lo noten. Son implacables en sus celos, y castigan atrozmente a sus mujeres cuando sospechan de ellas. Tienen sobre este punto supersticiones singulares. Cuando van de viaje, curiosos de saber las ofensas que su mujer les hace, dejan en un paraje extraviado un montoncito de piedras, las que a la vuelta buscan con cuidado en el sitio que marcaron, cuentan las piedras y, si les faltan algunas, eso les indica otras tantas culpas en la consorte. Otros ponen en algún agujero de pared o piedra un poco de coca mascada o trapo liado con ella, y si cuando vuelven hallan el trapillo fuera de su agujero y desatado, es señal de que les ha ofendido su mujer, y llueven palos y golpes sobre la desdichada. El sujeto autor de esta noticia, que había sido cura en muchos parajes, me aseguró que yendo a caza vio que un indio estaba azotando a una india, su mujer, que tenía amarrada a un árbol. Con la presencia del eclesiástico huyó el azotador, y la azotada en vez de recibir a su libertador con el agradecimiento que debía, le dijo que quién le metía en eso, y llamó a su Julián, diciéndole: azota, azota, Julián, que así se llamaba. Éste es un ejemplo entre otros muchos del grande afecto que profesan a sus maridos y del trato cruel que reciben de ellos; así que toda casada, más que como compañera, sirve a su marido como esclava. Éstos por lo contrario adoran ciegamente a sus comadres, y procuran satisfacer sus antojos y caprichos con un fervor y entusiasmo admirable. Cuando van a caballo, a la mujer propia la llevan a las ancas, y a la amiga en la delantera; y si por casualidad va el indio con una otra, la mujer va a pie, y el galán y su amiga a caballo. Tan constante es esta costumbre, que por ella se infiere qué relación tiene el indio con la mujer que lleva; y la justicia los arrastra por solo esta sospecha, que por lo regular se verifica.
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